Las ciudades de refugio


Para que por dos cosas inmutables, en las cuales es imposible que Dios mienta, tengamos un fortísimo consuelo los que hemos acudido para asirnos de la esperanza puesta delante de nosotros. Hebreos 6:18.

"¿Cómo sabré que Dios realmente me perdonó?", era la pregunta angustiada de esa señora. Cargaba sobre sí el peso de la culpa de algo tenebroso que no la dejaba ser feliz.

"Señora", le dije, "Dios afirma en su Palabra que si usted se aferra de esta promesa con fe, y cree que Jesús murió por sus pecados, su pasado quedará totalmente borrado y renacerá a una nueva vida".

El versículo de hoy habla de dos cosas inmutables, en las cuales es imposible que Dios mienta. ¿Cuáles son esas cosas inmutables? El texto se refiere a su Palabra y al juramento que hizo de que la cumplirá. Por supuesto, Dios no necesita hacer un juramento a nadie. Dios es Dios y su Palabra es confiable, pero camina la segunda milla y se anticipa a los temores humanos, sabe que la conciencia humana es un juez implacable y un verdugo despiadado. Por eso Dios habla y jura que cumplirá su Palabra.

La promesa sobre la cual hace el juramento se refiere a las ciudades de refugio, donde los pecadores encuentran liberación de su culpa; una figura tomada del Antiguo Testamento.

En los tiempos de Israel existían seis ciudades de refugio, y estaban localizadas en lo alto de las colinas para que los fugitivos no tuvieran dificultad en encontrarlas. Los caminos que conducían a esas ciudades eran espaciosos y constantemente cuidados. Y a lo largo del trayecto había carteles que indicaban el sentido correcto con una palabra en hebreo: "Miqlat", que quería decir "Refugio". Las letras debían ser grandes y claras, para que el fugitivo pudiera leerlas al mismo tiempo que corría.

Las personas corrían hacia esas ciudades cuando eran culpadas de algún delito. Era en ellas donde se escondían, pero la seguridad de esos hombres estaba garantizada únicamente mientras permanecieran en la ciudad.

Cristo es la ciudad de refugio de los cristianos. En el Calvario se colocó una frase bien clara en hebreo, griego y latín, para que los culpables de todos los tiempos pudieran leerla, incluso mientras corrían: "Jesús Nazareno, Rey de los judíos" (S. Juan 19:19). Allí en la cruz murió con los brazos abiertos, llamando a los hombres: "Venid a mí todos los que estáis cansados y afligidos. En mí hallaréis perdón".

Cristo no solamente habló. Juró sobre su palabra que perdonaría, y es por eso que nadie necesita vivir atormentado por la culpa.

Pr. Alejandro Bullón

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