REUNIÓN

Antes sed benignos unos con otros, misericordiosos, perdonándoos unos a otros, como Dios también os perdonó a vosotros en Cristo. (Efe. 4: 32).

Mientras Jacob luchaba con el Ángel, otro mensajero celestial fue enviado a Esaú. En un sueño éste vio a su hermano desterrado durante veinte años de la casa de su padre; presenció el dolor que sentiría al saber que su madre había muerto; le vio rodeado de las huestes de Dios. Esaú relató este sueño a sus soldados, con la orden de que no hicieran daño alguno a Jacob, porque el Dios de su padre estaba con él.

Por fin las dos compañías se acercaron una a la otra, el jefe del desierto al frente de sus guerreros, y Jacob con sus mujeres e hijos, acompañado de pastores y siervas, y seguido de una larga hilera de rebaños y manadas. Apoyado en su cayado, el patriarca avanzó al encuentro de la tropa de soldados. Estaba pálido e imposibilitado por la reciente lucha, y caminaba lenta y penosamente, deteniéndose a cada paso; pero su cara estaba iluminada de alegría y paz.

Al ver a su hermano cojo y doliente, "Esaú corrió a su encuentro, y abrazóle, y echóse sobre su cuello, y le besó; y lloraron" (Gén. 33: 4). Hasta los corazones de los rudos soldados de Esaú fueron conmovidos, cuando presenciaron esta escena. A pesar de que él les había relatado su sueño no podían explicarse el cambio que se había efectuado en su jefe. Aunque vieron la flaqueza del patriarca, lejos estuvieron de pensar que esa debilidad se había trocado en su fuerza.

En la noche angustiosa pasada a orillas del Jaboc, cuando la muerte parecía inminente, Jacob había comprendido lo vano que es el auxilio humano, lo mal fundada que está toda confianza en el poder del hombre. Vio que su única ayuda había de venir de Aquel contra quien había pecado tan gravemente. Desamparado e indigno, invocó la divina promesa de misericordia hacia el pecador arrepentido. Aquella promesa era su garantía de que Dios le perdonaría y aceptaría. Los cielos y la tierra habrían de perecer antes de que aquella palabra faltase, y esto fue lo que le sostuvo durante aquella horrible lucha (Patriarcas y Profetas, págs. 198, 199).

E. G. White

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