EL CARÁCTER SE REVELA EN LA ADVERSIDAD
"Entonces David dijo a todos sus siervos que estaban con él en Jerusalén: Levantaos y huyamos, porque no podremos escapar delante de Absalón" (2 Sam. 15:14).
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David nunca fue más digno de admiración que en su hora de adversidad. Nunca este cedro de Dios fue más grande que cuando bregó contra la tormenta y la tempestad... Con el ánimo quebrantado y emocionado hasta las lágrimas, pero sin una expresión de queja, da la espalda a las escenas de su gloria y también de su crimen, y huye por su vida.
Simei le salió al paso y, con una tormenta de maldiciones, lo cubrió de improperios, arrojando piedras y tierra. Uno de los hombres leales a David le dijo: "Te ruego que me dejes pasar, y le quitaré la cabeza". En su tristeza y humillación, David respondió: "Dejadle que maldiga, pues Jehová se lo ha dicho...
Cuando la procesión en marcha se encuentra con Sadoc y Abiatar y los levitas que venían cargando el arca de Dios, el símbolo de la presencia divina, David por un momento vislumbró una estrella de esperanza en medio de las nubes, pues con ese preciado símbolo de su parte, mejoraba grandemente su posición...
Pero, ¡cuán generoso y noble es David! En medio de su aflicción abrumadora, tomó una decisión. Él, como el encumbrado cedro del Líbano, elevó su vista al cielo. Y la orden del monarca fue, "Haz volver el arca de Dios a la ciudad"... Su reverencia y respeto por el arca del Señor no le permitieron ponerla en peligro por causa de la incertidumbre de su presurosa partida...
Despojar a la ciudad de aquel símbolo que le había dado el nombre de "Monte de la Santidad" era algo que no podía aceptar. Si hubiera sido impulsado por motivos egoístas y una elevada opinión de sí mismo, de buena gana habría reunido todo aquello que mejorara su caótica situación y que le permitiese afianzar su seguridad. Pero, la envió de regreso a su lugar sagrado y no avanzó hasta que vio a los sacerdotes regresar con ese cargamento santo para depositarlo en su lugar en el tabernáculo de Sión...
La voz de la conciencia que era más terrible que la de Simei, le trajo sus pecados a la memoria. El caso de Urías estaba continuamente delante de él. Su gran crimen había sido el pecado de adulterio... Y, aunque no mató a Urías con su propia mano, sabía que la culpabilidad de su muerte descansaba sobre él...
Recordó entonces las veces que Dios había obrado en su favor y reflexionó: "Si el Señor acepta mi arrepentimiento, también me dará su favor y mudará así mi tristeza en gozo... Por otra parte, si él ya no se goza en mí, si me ha olvidado, si me entrega al destierro o a la muerte, no murmuraré... Merezco sus juicios y he de aceptarlos todos" (Carta 6, 1880).
E.G. White
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Simei le salió al paso y, con una tormenta de maldiciones, lo cubrió de improperios, arrojando piedras y tierra. Uno de los hombres leales a David le dijo: "Te ruego que me dejes pasar, y le quitaré la cabeza". En su tristeza y humillación, David respondió: "Dejadle que maldiga, pues Jehová se lo ha dicho...
Cuando la procesión en marcha se encuentra con Sadoc y Abiatar y los levitas que venían cargando el arca de Dios, el símbolo de la presencia divina, David por un momento vislumbró una estrella de esperanza en medio de las nubes, pues con ese preciado símbolo de su parte, mejoraba grandemente su posición...
Pero, ¡cuán generoso y noble es David! En medio de su aflicción abrumadora, tomó una decisión. Él, como el encumbrado cedro del Líbano, elevó su vista al cielo. Y la orden del monarca fue, "Haz volver el arca de Dios a la ciudad"... Su reverencia y respeto por el arca del Señor no le permitieron ponerla en peligro por causa de la incertidumbre de su presurosa partida...
Despojar a la ciudad de aquel símbolo que le había dado el nombre de "Monte de la Santidad" era algo que no podía aceptar. Si hubiera sido impulsado por motivos egoístas y una elevada opinión de sí mismo, de buena gana habría reunido todo aquello que mejorara su caótica situación y que le permitiese afianzar su seguridad. Pero, la envió de regreso a su lugar sagrado y no avanzó hasta que vio a los sacerdotes regresar con ese cargamento santo para depositarlo en su lugar en el tabernáculo de Sión...
La voz de la conciencia que era más terrible que la de Simei, le trajo sus pecados a la memoria. El caso de Urías estaba continuamente delante de él. Su gran crimen había sido el pecado de adulterio... Y, aunque no mató a Urías con su propia mano, sabía que la culpabilidad de su muerte descansaba sobre él...
Recordó entonces las veces que Dios había obrado en su favor y reflexionó: "Si el Señor acepta mi arrepentimiento, también me dará su favor y mudará así mi tristeza en gozo... Por otra parte, si él ya no se goza en mí, si me ha olvidado, si me entrega al destierro o a la muerte, no murmuraré... Merezco sus juicios y he de aceptarlos todos" (Carta 6, 1880).
E.G. White
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