MOISÉS VISLUMBRÓ EN VISIÓN LA TIERRA PROMETIDA

"Verás, por tanto, delante de ti la tierra; mas no entrarás allá, a la tierra que doy a los hijos de Israel" (Deut. 32: 52).

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Mientras [Moisés] repasaba lo que había experimentado como jefe del pueblo de Dios, veía que un solo acto malo manchaba su foja de servicios. Sentía que si tan sólo se pudiera borrar esa transgresión, ya no rehuiría la muerte. Se le aseguró que todo lo que Dios pedía era arrepentimiento y fe en el sacrificio prometido, y nuevamente Moisés confesó su pecado e imploró perdón en el nombre de Jesús.

Se le presentó luego una visión panorámica de la tierra de promisión. Cada parte del país quedó desplegada ante sus ojos, no en realce débil e incierto en la vaga lejanía, sino en lineamientos claros y bellos que se destacaban ante sus ojos encantados. En esta escena se le presentó esa tierra, no con el aspecto que tenía entonces sino como había de llegar a ser bajo la bendición de Dios cuando estuviese en posesión de Israel. Le pareció estar contemplando un segundo Edén. Había allí montañas cubiertas de cedros del Líbano, colinas que asumían el color gris de sus olivares; y se percibía la fragancia agradable de la viña; anchurosas y verdes planicies fructíferas esmaltadas de flores; aquí se veían las palmeras de los trópicos, allá los undosos campos de trigo y cebada; valles asoleados en los que se oía la música del murmullo armonioso de los arroyos y los dulces trinos de las aves; buenas ciudades y bellos jardines; lagos ricos en "la abundancia de los mares"; rebaños que pacían en las laderas de las colinas, y hasta entre las rocas los dulces tesoros de las abejas silvestres...

Moisés vio al pueblo escogido establecido en Canaán, cada tribu en posesión de su propia heredad. Alcanzó a divisar su historia después que se establecieran en la tierra prometida; la larga y triste historia de su apostasía y castigo se extendió ante él. Vio a esas tribus dispersadas entre los paganos a causa de sus pecados, y a Israel privado de la gloria, con su bella ciudad en ruinas, y su pueblo cautivo en tierras extrañas. Los vio restablecidos en la tierra de sus mayores, y por último, dominados por Roma.

Se le permitió mirar a través de los tiempos futuros y contemplar el primer advenimiento de nuestro Salvador. Vio al niño Jesús en Belén... Siguió al Salvador a Getsemaní y contempló su agonía en el huerto, y cómo era entregado, escarnecido, flagelado y crucificado.

Otra escena aún se abre ante sus ojos: la tierra libertada de la maldición, más hermosa que la tierra de promisión cuya belleza fuera desplegada a su vista tan breves momentos antes. Ya no hay pecado, y la muerte no puede entrar en ella. Allí las naciones de los salvos y bienaventurados hallan una patria eterna (Patriarcas y profetas, págs. 506-510).

E. G. White

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